El fenómeno tradwife que a simple vista puede parecer un estilo de vida personal, en realidad se inserta en un entramado histórico de desigualdades de género, económicas y culturales. Para poder comprender este fenómeno, es necesario mirar cómo la modernidad y las redes sociales configuran identidades y modelos de vida. Vivimos en una sociedad marcada por la fluidez, la inestabilidad y la constante transformación de vínculos, instituciones y valores. Según Zygmunt Bauman, en la modernidad líquida todo cambia demasiado rápido y nada ofrece seguridad duradera; las identidades se vuelven volátiles y la búsqueda de estabilidad se convierte en un refugio frente al caos. En este escenario, las redes sociales se presentan como espacios centrales para la circulación de sentidos, la negociación de identidades y la validación social, donde ciertos modelos de vida se celebran, promueven y naturalizan globalmente.
En este contexto surge el movimiento tradwife, formado por mujeres que reivindican roles de género tradicionales, centrados en la domesticidad y la crianza, como respuesta a la vida contemporanea colmada de incertidumbre. Este fenómeno no solo refleja una necesidad de orden y pertenencia, sino que también se inserta en un entramado de desigualdades históricas. La desigualdad social, entendida como disparidad estructural en el acceso a recursos y oportunidades, se entrelaza con la desigualdad de género, que asigna lo femenino al espacio privado y lo masculino al público. Autoras como Silvia Federici y Nicole Cox destacan cómo la división sexual del trabajo relegó a las mujeres al trabajo reproductivo no remunerado, sosteniendo la economía y la reproducción de la fuerza laboral. Jelín amplía esta perspectiva al señalar que la desigualdad atraviesa todas las clases sociales y se percibe como parte del orden normal de las cosas, generando la “doble jornada” para quienes combinan trabajo doméstico y son parte del mercado laboral.
Nancy Fraser aporta una mirada integral, mostrando que la desigualdad de género es tanto económica como cultural: mientras muchas mujeres enfrentan precariedad, brecha salarial y desvalorización de su trabajo, también se les impone un reconocimiento simbólico menor (osea se denigra la feminidad y todo lo vinculado a ella), reforzando jerarquías que parecen naturales. Así, lo material y lo simbólico se refuerzan mutuamente: la exclusión económica se legitima culturalmente, y la dominación cultural se sostiene sobre bases económicas, configurando la persistencia de jerarquías de género en nuestra sociedad.