Por Paula Barrionuevo
Si llego y te pregunto: “¿Sabés qué es la salud mental?”, probablemente me digas que sí. ¿Por qué? Porque vivimos en un mundo saturado de información y, en esa sobreexposición, creemos que lo sabemos todo.
Hace algunos años, cuando empezamos a “hablar públicamente” de salud mental, el imaginario colectivo se llenó de conceptos difusos: pensamos en terapia, en ansiedad, en selfcare (autocuidado) y en glow up (crecimiento personal). Además de darle un enfoque más amigable a aquellas viejas ideas de “loquero” e “histeria” —que aún no logramos erradicar del todo—, volvimos a la salud mental algo instagrameable y capitalizable en redes. Creemos que sabemos tanto que incluso nos autodiagnosticamos.
Entonces sí, todos “sabemos” qué es la salud mental. Hasta que pasa algo que lo cambia todo. Y nos horrorizamos, porque no es lo que pensábamos. Y nos damos cuenta de que no es algo que le pasa a un “otro”. Nos puede pasar a cualquiera. Que es algo serio. Que hablar de salud mental no puede ser sólo una consigna para el 10 de octubre (Día Mundial de la Salud Mental). No puede ser solo una “tendencia” en redes cuando un influencer habla de depresión. Que va mucho más allá de repostear un carrusel de IG o compartir un TikTok reflexivo.
Eso es lo que está pasando. De repente, todos hablamos de lo importante que es cuidar la salud mental, de lo importante que es cuidarse. De lo importante que es cuidarnos.
¿Pero por qué hablar de esto ahora? Porque los hechos ocurridos recientemente en Villa Crespo (mayo de 2025) y Tres Arroyos (junio de 2025), donde personas con sufrimientos psíquicos graves terminaron involucradas en situaciones de violencia intrafamiliar con consecuencias fatales, y el caso en Tucumán, en el Instituto Goretti, donde una joven con antecedentes en salud mental se quitó la vida, comparten un trasfondo común: experiencias de malestar profundo que el sistema no supo contener.
¿Qué lugar ocupa la salud mental en
nuestra sociedad y en nuestro dia a dia?
Bueno, en Argentina, más del 28% de la población —alrededor de 1 de cada 4 adultos— sufre algún tipo de malestar psicológico según un estudio del Observatorio de la Deuda Social de la UCA. Este mismo estudio establece que los padecimientos mentales incrementan a medida que se desciende en la estructura social, por ende, los problemas de salud mental se encuentran íntimamente vinculados a la pobreza – pero no es excluyente-. De hecho, este informe afirma que la sintomatología ansiosa y depresiva se incrementó a lo largo de los últimos 20 años llegando a sus picos más altos en los últimos dos (2023 – 2024).
Dentro de esa porción de la población que sufre estas afecciones un informe del Observatorio de Psicología Social Aplicada de la PSI- UBA reconoce que tan solo un cuarto actualmente está en tratamiento, mientras que más de la mitad considera necesitarlo pero no lo pueden costear. Es decir: más de la mitad de quienes sufren, saben que necesitan ayuda, pero no la reciben porque no la pueden pagar. Resulta hasta irónico que más de la mitad de las personas que necesitan tratamiento psicológico no puedan acceder a él en un país que tiene un número récord de psicólogos per cápita en el mundo.
Y aunque la desigualdad económica profundiza las brechas en el acceso, la crisis de salud mental no distingue clase social, edad, ni geografía. Atraviesa barrios populares y también edificios céntricos. Está en adolescentes, en adultos, en personas mayores y en jóvenes. De hecho, el estudio de la UCA asegura que a lo largo de los últimos 20 años al menos una de cada diez personas no planifica su vida más allá del día a día.
Teniendo en cuenta estos porcentajes, queda claro que “cuidar tu salud mental” no depende únicamente de una decisión individual. Podés reconocer que necesitás ayuda, tener el deseo de buscarla e incluso contar con el tiempo para hacerlo, pero si no existen las condiciones para el acceso al acompañamiento psicológico ¿cómo se supone que una persona puede realmente cuidarse? Ahí es donde la salud mental deja de ser una cuestión privada y se convierte en algo social.
¿Y el Estado?
La Ley Nacional de Salud Mental N.º 26.657, sancionada en 2010 y reglamentada en 2013, establece un enfoque integral de la salud mental, reconoce la atención como un derecho humano y prioriza el tratamiento en hospitales generales intentando desmanicomializar los tratamientos de salud mental. Incluso fija que al menos el 10% del presupuesto total de salud se destine a salud mental.
Si bien, aunque significó un avance en derechos y un paso hacia la desestigmatización, cada tanto — especialmente después de tragedias que conmueven a la sociedad—, el debate sobre su efectividad y necesidad de actualización reaparece, sin llegar nunca a resolverse del todo.
Mientras tanto, lo que sí es un hecho es que la ley no se aplica plenamente: según un estudio de “La asociación civil por la igualdad y la justicia” el presupuesto proyectado para 2025 en salud mental representa apenas el 1,68% del total del área de salud, que ni siquiera constituye la cuarta parte de lo que exige la ley. Y si bien la crisis en salud mental viene de larga data, en los últimos años se profundizó por los recortes presupuestarios y la falta de políticas públicas sostenidas. Sin recursos ninguna ley puede sostener una política pública efectiva.
