“Las mujeres molestan, hay que matarlas”. Una frase que podría sonar exagerada, un eco de tiempos que creíamos superados, pero que sin embargo, es lo que diversas discursividades reproducen diariamente: una representación de las mujeres como un problema, como algo que incomoda, que irrita y que debe desaparecer. Nos muestran como objetos, que estorban y que se pueden meter en una bolsa de consorcio y descartar. La violencia, que aparenta ser performática, se vuelve explícita; el mensaje es claro y aterrador.
El video de la Shell Crespo de Entre Ríos es un ejemplo reciente. Dos hombres hablan de una joven compañera “la chica de redes”: la llaman “infumable” y, acto seguido, la golpean, la meten en una bolsa negra y la suben a una camioneta para deshacerse de ella. Mientras todo esto ocurre, comentan lo “tranquilo” que quedó el lugar sin ella. La escena es grotesca, retrata a la mujer como un objeto prescindible, como si fuera basura.
Este tipo de trends que circulan en redes no son superficiales aunque lo parezcan. Nos enseñan que nuestra presencia puede ser percibida como un problema que debe eliminarse. La bolsa de consorcio es la brutal metáfora de cómo se nos ve en el imaginario misógino. Cada video, cada meme que hace humor con discursos en nuestra contra, nos recuerda que todavía vivimos en un mundo que nos deshumaniza.
Lo más alarmante no es que existan estos contenidos, sino que pasen desapercibidos hasta que alguien los denuncia, porque para que un trend sea un trend, debe existir mucho contenido similar que sea socialmente aceptado también por muchos. Esa indiferencia revela lo profundamente naturalizada que está la misoginia en la cultura digital y, en general, en nuestra sociedad. No se trata solo de una campaña publicitaria irresponsable: se trata de un reflejo de cómo se nos enseña a interiorizar la idea de que nuestro sufrimiento puede ser un espectáculo para entretener a otros. Nos enseñan, nos recuerdan, que nuestra presencia, nuestra voz, nuestra forma de ocupar el espacio, irrita a los demás (específicamente a los hombres) , y que por ende deben minimizarnos.
Es imposible separar esta violencia simbólica de la real. Nos prepara, nos condiciona y nos desensibiliza frente a lo que debería indignarnos. Y mientras esto se normaliza, la cultura de la violencia se perpetúa, y con ella, la tolerancia social a lo que puede terminar siendo irreverible.