7 de junio conmemoramos en Argentina el Día del Periodista. Una fecha que, lejos de ser motivo de celebración, nos encuentra atravesando uno de los peores momentos para el ejercicio del periodismo desde el retorno de la democracia.
No hablamos solo de las condiciones laborales precarias que enfrentamos quienes ejercemos esta profesión. Hablamos de una violencia sistemática ejercida desde las más altas esferas del poder. Nos referimos, concretamente, a los ataques del gobierno del presidente Javier Milei y de sus seguidores.
La campaña de desgaste y agresión a periodistas la impulsa Milei desde hace años. Pero desde que asumió la presidencia, el hostigamiento verbal es cotidiano. En entrevistas, discursos y publicaciones en redes sociales, los periodistas son llamados “mandriles”, “ensobrados”, “pauteros” y “ratas”.
El uso de términos como “mandriles” puede parecer anecdótico o gracioso, pero es profundamente violento: se trata de una expresión que deshumaniza y que legitima la violencia sexual contra quienes el presidente identifica como enemigos.
El 12 de marzo, el fotógrafo Pablo Grillo recibió un impacto de un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza mientras cubría la represión en el Congreso. El gendarme que disparó ni siquiera fue citado a declarar.
En abril, el periodista Roberto Navarro fue golpeado por la espalda en pleno centro porteño, pocas horas después de que Milei volviera a destilar odio contra la prensa. “La gente no odia lo suficiente a estos sicarios con credencial de supuestos periodistas”, escribió el presidente en su cuenta de X ese mismo día.
A principios de mayo, el mandatario denunció penalmente a tres periodistas por calumnias e injurias. Las presentaciones judiciales, hechas ante la Cámara Federal porteña, alcanzaron a Carlos Pagni (La Nación), Viviana Canosa (Canal 13) y Ari Lijalad (El Destape).
Y como si todo esto no fuera suficiente, ahora también se espía y se hackea a periodistas. El 28 de mayo, tras revelar un plan de espionaje del gobierno nacional —que, a través de la SIDE, busca perseguir a periodistas, opositores y movimientos sociales— Hugo Alconada Mon sufrió múltiples ataques informáticos en pocos minutos. “Hay un plan muy bien armado para tratar de avanzar sobre la opinión pública”, denunció el periodista de La Nación en una entrevista con Cenital.
Todos estos ataques no son aislados ni improvisados. Son tácticas propias de gobiernos autoritarios que buscan el monopolio del discurso público. La violencia contra la prensa tiene un objetivo claro: instalar el miedo, fomentar la autocensura, imponer el silencio. Tener el monopolio de la palabra y poder instalar mentiras sin que nadie los contradiga: ese es el fin último.
Según el Foro de Periodismo Argentino (FOPEA), durante 2024 los ataques a la prensa aumentaron un 53 % en comparación con el año anterior.
Pero esto no pasa desapercibido para la ciudadanía. Un informe de la consultora Zuban Córdoba, publicado en mayo de 2025, muestra que una gran parte de la sociedad percibe un aumento del autoritarismo y rechaza el discurso agresivo del presidente contra periodistas.
Un 64,2 % de los encuestados cree que el gobierno de Milei es cada vez más autoritario; un 62,8 % considera que sus críticas al periodismo constituyen un ataque a la libertad de prensa; y un 67 % califica como grave el uso de insultos o lenguaje agresivo contra periodistas y medios.
En el Día del Periodista, es necesario decirlo con claridad: las y los periodistas tenemos derecho a ejercer nuestra profesión sin ser censurados ni agredidos. Pero va más allá de nuestros derechos individuales: es toda la sociedad la que está siendo afectada. El periodismo no es un fin en sí mismo: es una herramienta de la democracia para resistir al autoritarismo y a la violencia.
Sin comunicadores y periodistas que expongan las mentiras del poder y denuncien la restricción de derechos, las políticas de crueldad avanzan más rápido y más profundo.
Por eso, la libertad de expresión no es solo un derecho profesional: es la base de todas las demás libertades. Si la restringen, si la destruyen, lo que queda es un país en silencio. Sin libertades. Y sin democracia.