por: Milagro Mariona
En los últimos días trascendió que Pablo Walter —dirigente político de larga trayectoria en el PRO Tucumán y actualmente vinculado a La Libertad Avanza— sería designado al frente del Registro Nacional de Armas (RENAR). La noticia generó preocupación inmediata en espacios feministas y de derechos humanos: Walter tiene una denuncia por abuso sexual y otra por incumplimiento de medidas de protección.
La mujer que lo denunció tuvo que hacer pública su denuncia y relató un hecho que habría ocurrido a fines de 2015, en un contexto marcado por fuertes desigualdades económicas, políticas y simbólicas. En su escrito, describe como la relación previa con el dirigente estuvo atravesada por coerción económica y manipulación emocional. Durante años, el miedo y la influencia política del denunciado funcionaron como un cerrojo para impedir que la víctima pudiera hablar.
Ese entramado de poder —un varón con peso político frente a una mujer sola, con una hija a cargo, atravesando una crisis económica profunda— no es un detalle. Es parte del problema estructural que organismos internacionales de derechos humanos vienen señalando hace décadas: los abusos sexuales no ocurren en abstracto, sino en relaciones donde existen jerarquías que condicionan, silencian y someten.
La violencia que no registra el Código Penal
Cuando finalmente la mujer logró denunciar, la Justicia encuadró el hecho como “abuso sexual simple”, una figura jurídica que, en el lenguaje cotidiano, suena casi a un eufemismo. Nada de “simple” tiene un abuso cometido bajo coerción, desigualdad y manipulación. Nada de “simple” tiene la violencia sexual.
Sin embargo, el Código Penal argentino continúa clasificando los abusos sexuales con criterios centrados en la presencia o ausencia de acceso carnal, sin contemplar integralmente el daño psicológico, las dinámicas de sometimiento ni el uso de poder. Esa clasificación no sólo minimiza el impacto del abuso: también habilita su cierre por prescripción.
En este caso —como en miles en todo el país— la causa fue desestimada sin investigación ni pericias. La causa corre riesgo de prescribir.
La prescripción en delitos sexuales es uno de los puntos más cuestionados por sobrevivientes, organizaciones y especialistas. Los motivos no son jurídicos, sino profundamente humanos: las víctimas no denuncian en “tiempo y forma” porque el trauma paraliza, porque hay miedo a las represalias, porque muchas veces el abusador es alguien con poder, porque el entorno no cree o porque el propio sistema judicial desalienta el proceso.
En Argentina, el movimiento feminista logró avances importantes, como la imprescriptibilidad de los delitos sexuales contra niños, niñas y adolescentes. Pero los abusos cometidos contra personas adultas siguen sujetos a plazos que no contemplan las realidades del trauma ni el tiempo que requiere reconstruir la voz después del silencio.
La impunidad y el silencio también se construyen desde el Estado
Mientras el dirigente amplía su influencia en el aparato estatal, la denunciante enfrenta hostigamiento, temor a cruzarlo en espacios públicos y la incertidumbre sobre qué pasará con su seguridad cuando la prescripción deja sin efecto las medidas de protección.
Este caso expone una trama conocida por muchas sobrevivientes en el país: la violencia sexual sostenida en desigualdades de poder, la clasificación minimizante de los delitos, la prescripción que opera como mecanismo de impunidad y un sistema judicial que sigue sin incorporar la perspectiva de género que exige la ley.
Las luchas feministas lograron visibilizar estas fallas, impulsar protocolos, instalar la necesidad de reformas y acompañar a miles de mujeres que deciden romper el silencio. Pero aún falta un cambio estructural.
Hablar, denunciar, acompañar y hacer pública la violencia —como lo hizo la denunciante— es, también, una forma de resistencia. Una forma de decir basta a las estructuras que siguen protegiendo a los agresores y castigando a quienes se animan a romper el silencio.
